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Un tarifazo que pega duro (1era parte)

Análisis de Martín Kalos (Director de EPyCA Consultores. Miembro de Economistas de Base. @martinkalos en twitter). Ilustraciones: Disculpen la molestia.

¿Era necesario el tarifazo enegético?

El problema energético no es nuevo: para un país que supo autoabastecerse de la energía que necesitaba desde el gobierno de Arturo Frondizi, la falta de inversión y el agotamiento de las explotaciones existentes llevó a que tuviéramos que volver a ser importadores netos de energía desde 2011. Las políticas neoliberales durante el menemismo llevaron a la privatización de las empresas proveedoras de servicios públicos o de bienes estratégicos, como la energía. Esas privatizaciones se hicieron casi sin controles ni condiciones, suponiendo que sólo por ser privadas esas empresas conducirían a una mejora en el bienestar social. En buena medida, esas firmas se vieron en ruinas en la crisis de 2001. Sin nunca cumplir con la ley y renegociar sus contratos (y por tanto, sin obligación de invertir en la calidad y alcance de los servicios que brindaban), las gestiones kirchneristas les garantizaron sus tasas de ganancia con subsidios cada vez más grandes, a cambio de que dejaran planchada la tarifa que cobraban a empresas y hogares. Quizás hubiera sido más eficaz y eficiente dejar de sostenerles la tasa de ganancia a empresas que de todas formas no invertían y brindaban servicios paupérrimos; pero la opción de reestatizarlas o ponerlas bajo control de sus trabajadores, como propuso parte de la izquierda durante años, nunca fue válida para un Gobierno a quien le servía tener a esos empresarios como socios.

La situación era efectivamente insostenible porque los subsidios acaparaban cada vez más gasto público; pero estalló porque el nuevo Gobierno de Mauricio Macri identificó al déficit fiscal como su principal problema en el corto plazo. Ni bien asumió el Ministro de Hacienda Alfonso Prat-Gay afirmó que el déficit primario en 2015 era 7,1% del PBI y que él lo bajaría al 4,8%. Cabe aclarar que para llegar a esa cifra hizo un par de pequeñas trampas contables. Por un lado, incluyó como déficit las medidas que Macri había prometido en campaña (por ejemplo, el pago a los holdouts y la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias), como si no fueran una decisión del nuevo Gobierno sino algo obligado. Por otra parte, no contabilizó como ingresos del Estado Nacional las ganancias del Banco Central y de la ANSeS (organismos estatales, con autonomía, pero estatales al fin).

¿Por qué el déficit era tan preocupante? Porque según el pensamiento macrista, el déficit es financiado con emisión monetaria y esta emisión genera inflación. Así lo explicó el Presidente provisional del Senado, Federico Pinedo: “Si no hay aumentos, el costo de la energía se pagará con impuestos y recursos del Tesoro. Y esto generará inflación, como sucedió durante el kirchnerismo". Esto es una simplificación ideológica de la realidad. Hay más causas de la inflación que actualmente quedan “escondidas” justamente porque las políticas públicas indujeron una recesión; pero si esas otras causas no se atacan también, volverán a aparecer tarde o temprano.

Reducir los subsidios a los servicios públicos era clave para lograr bajar el déficit, porque equivalen a 4% del PBI (o sea que si se hubieran podido eliminar todos los subsidios de golpe sin que eso tuviera más consecuencias sobre la economía, podría haber casi desaparecido el déficit). En comparación, las jubilaciones, salarios públicos y subsidios sociales representan 17% del PBI; y toda la inversión que realiza el Estado nacional es apenas el 3% del PBI.

El 61% de todos los subsidios corresponde a energía: por eso es el principal frente de conflicto.

Por un lado, la ideología neoliberal entiende a los servicios públicos (gas, luz, agua, transporte público) como mercancías y no como derechos básicos sin los cuales no podríamos vivir decentemente. Por eso, si el empresario no obtiene una ganancia por proveer el servicio, entonces el servicio no se provee: es exactamente lo que quiso decir el Ministro de Energía Juan José Aranguren cuando expresó que “El que no puede pagar la nafta, que no la use”.

Pero además esos subsidios están mal focalizados: favorecen más a los porteños de clase media. Hay un 60% de la población argentina (incluyendo por completo a las provincias de Chaco, Corrientes, Formosa y Misiones) que no tienen acceso a una red de gas natural. Esas familias debían comprar la “garrafa social”, que era de hecho más cara que el gas de red a precio subsidiado. Ni siquiera les sacaron los subsidios a quienes renunciaron a ellos voluntariamente, dentro de la propuesta de “sintonía fina” del kirchnerismo en 2014 (que era también una forma de realizar un ajuste en los subsidios, aunque más progresiva y menos ambiciosa que la actual). Tampoco se tiene en cuenta, al eliminar subsidios sin mayor criterio, que se consume mucha más energía en lugares con climas más hoscos como la Patagonia, donde los subsidios son necesarios para que el costo de vida no sea demasiado elevado.

En el ajuste actual, Prat-Gay avisó que este tarifazo recortaría los subsidios a la energía en un monto equivalente a 1,5% del PBI, y que se buscaría aplicar una “tarifa social” que evite que se perjudique al 30%-40% de la población más vulnerable. Pero esto era sólo la primera etapa: para seguir bajando el déficit, luego vendrían nuevos aumentos – la discusión en el Gobierno pasaba por si esas nuevas subas se darían en el segundo semestre de 2016 o en 2017 -.

Para llegar a esa cifra hizo un par de pequeñas trampas contables. Por un lado, incluyó como déficit las medidas que Macri había prometido en campaña (por ejemplo, el pago a los holdouts y la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias), como si no fueran una decisión del nuevo Gobierno sino algo obligado. Por otra parte, no contabilizó como ingresos del Estado Nacional las ganancias del Banco Central y de la ANSeS (organismos estatales, con autonomía, pero estatales al fin).

¿Qué consecuencias sociales tiene el tarifazo?

Semejante aumento necesariamente iba a generar una reacción popular. El problema no es si está bien o mal que suban las tarifas en abstracto: sino que se hace mientras se pone un freno al reclamo salarial, de forma que la inflación se dispara al 47% interanual (en junio) pero los aumentos de salario en promedio están en torno al 33%. En un contexto de ya altos desempleo, pobreza, indigencia y precarización laboral, esto significa que mucha gente más ya no llegue a fin de mes.

Sin negar que hay una gran parte de la población que está aún en peores condiciones porque ya paga la energía más cara o porque no tiene acceso a esos servicios, el problema está en que los trabajadores a los que ahora se les pretende aumentar las tarifas no pueden pagarlas.

Esto claramente va en contra del discurso de “pobreza cero” del Gobierno de Macri, y constituye el problema de fondo que nadie atiende. De hecho, sólo el aumento de tarifas de gas implicaba que las firmas del sector ganarían U$S 3.000 millones más este año. ¿Quién iba a pagar esas ganancias extra para las empresas? No sólo los trabajadores, sino particularmente los trabajadores más vulnerables. Según el Centro de Innovación de los Trabajadores, para el 10% de los trabajadores de menores ingresos, en el pago de servicios públicos se les iba el 11% de sus ingresos de cada mes; pero con el tarifazo, ahora cada trabajador debería destinar el 18% de sus ingresos a pagar las boletas de luz, agua, gas y los pasajes en transporte público.

La pobreza, el desempleo, la precarización laboral, se convierten entonces en la excusa para que el Estado deje de garantizar el derecho a una vida digna, a quienes no puedan pagar los precios que el mercado pretende para asegurar las ganancias empresarias.

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